miércoles, 20 de agosto de 2014

Tenía una mirada que dolía.

Nunca lo había visto llorar, pero siempre tenía la mirada perdida quién sabe dónde, y parecía que algo lo devorara por dentro.
Yo pasaba por su lado cada día y me sorprendía verlo siempre igual. Distraído. Absorto en un mundo inimaginable. Un universo tan mágico que lo apartaba de la realidad.
Algunas veces soñaba que me miraba con sus ojos cansados y que me regalaba un billete con destino a su mundo. Que me dejaba pasar unas horas cerca de la orilla de sus sueños, y así mostrarme las sensaciones tan intensas que lo apartaban de mí.
Un día, no sé por qué, le paré al terminar la clase. Me puse frente a él mientras con la cabeza gacha me negaba su mirada. Yo le cogí la barbilla y la levanté para poder ver bien lo que ocultaba bajo sus pestañas.
Entonces lo vi. No era cansancio, no era estrés y no era distracción. Era el amor cobrándose la vida de ese chico pecoso y tímido. Lo acerqué, le di un abrazo y le susurre al oído sin palabras algo que lo trajo de vuelta a la realidad.
Desde entonces su mirada se ha torcido 20 grados más al sur y aun así puedo ver que hay veces que llora de repente sin ningún motivo aparente. Pero justo cuando creo que he roto algo que llevaba señales de “frágil” por todos lados, el chico pecoso alza la vista, me mira a los ojos, y mientras me congela el aire glacial que centellea en sus pupilas, su boca se retuerce escondiendo un intento de sonrisa que me derrite.
Después de todo las cosas nunca están tan mal.


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